Fa uns dies, el conseller de Comerç de la Generalitat de Catalunya, Josep Huguet, en declaracions a COM Radio, va comparar el boicot als productes catalans amb la persecució que van rebre els jueus a l’Alemanya nazi. Tot va venir arrel d’unes pintades que van aparèixer en alguns comerços d’alimentació on es podia llegir: “Catalanes? Piénsatelo”
A partir d’aquelles declaracions, el conseller va ser titllat de poc oportú, de poc respectuós amb les víctimes de l’holocaust, denigrat en alguns diaris i emissores de ràdio, i fins i tot el PP de Catalunya va exigir la seva dimissió.
Ahir, al diari “El País”, l’historiador Joan B. Culla va publicar un article sobre l’assumpte que trobo molt interessant i que copio a continuació per qui el vulgui llegir:
Catalanofobia, judeofobia
La pasada semana se celebraron en la Universidad de Girona unas jornadas de reflexión y debate en torno a la delicada cuestión de si es posible -y lícito- hacer arte sobre el Holocausto, de si cabe estetizar (a través de la novela, la pintura, el cine...) la experiencia de los campos de exterminio. Paralelamente, y al malsano calor de los boicoteos anticatalanes instigados desde ciertos ambientes político-mediáticos, el consejero de Comercio de la Generalitat, Josep Huguet, verbalizó lo que otros habíamos observado y escrito desde meses atrás: la inquietante semejanza entre determinadas actitudes catalanófobas de nuestros días y algunos de los reflejos antisemitas de la peor tradición europea.
Las palabras de Huguet merecieron de inmediato severas críticas de los adversarios políticos (encajarlas va incluido en su sueldo); pero incluso el embajador de Israel en España se creyó obligado a intervenir, y escribió en un diario barcelonés: "todo paralelismo, toda ejemplificación relacionada con el Holocausto y la solución final, o incluso con las persecuciones previas que fueron el prólogo anunciador del exterminio, es no sólo inaceptable y deplorable, sino también peligrosa". Ante tan categórica doctrina, quisiera manifestar mi cordial desacuerdo, y argumentarlo sobre dos o tres pilares: la convicción de que, con rigor y respeto, sí es legítimo y hasta conveniente evocar la experiencia del antisemitismo nazi como ejemplo máximo de aquello que una sociedad civilizada debe evitar; la constatación de que, en realidad, tal cosa se hace a menudo y en todas las latitudes; y el recordatorio de que, si la vida política española de los últimos años ha conocido usos banalizadores y torticeros de la judeofobia hitleriana, éstos no procedían precisamente de Cataluña ni del catalanismo.
Cuando, en la primavera de 2001, el Gobierno teocrático de los talibanes ordenó a los afganos de religión hinduista que se identificasen luciendo en la ropa una cinta de color azafrán, la comunidad internacional vio en la medida (cito de EL PAÍS, 14/05/2001) "ecos de la actitud nazi hacia los judíos" y, en consecuencia, denunció severamente al régimen de Kabul, sin que a nadie se le ocurriese considerar tal analogía como trivializadora o irrespetuosa para con las víctimas del Holocausto. Pues bien, cuando en la mañana del pasado 2 de noviembre -día de la toma en consideración del Estatuto en el Congreso- la entrada de un supermercado de Madrid apareció pintada con la inscripción "¡Catalanes! Tú decides", a cualquier demócrata le vinieron a la cabeza las imágenes de los camisas pardas emborronando con la palabra Jude las vitrinas de los comercios hebreos en el Berlín de 1933, y las catastróficas secuelas de todo aquello. ¿Que no es para tanto? ¿Acaso, si alguien pinta "Moros no" en la persiana de una carnicería musulmana, no lo consideramos un preocupante síntoma de racismo?
Pero hay más. El pasado 7 de octubre, y a cuenta de la heroica resistencia del presidente de Endesa a la OPA de Gas Natural, un columnista de Abc cuyo nombre prefiero ahorrarles escribía: "Manuel Pizarro dejó atónitos a los catalanes. La podredumbre es tal en Cataluña que no se imaginan ya a un profesional honrado. Comenzaron a enterarse de que Endesa, sobre la que pensaban poner fácilmente sus sucias manos (sic), estaba dirigida por un ser atípico", refractario a cualquier actitud "de entreguismo a un poder económico controlado por unas instituciones sospechosas de infidelidad metódica a España...". Ahora, por favor, sustituyan "catalanes" y "Cataluña" por "judíos", cambien "España" por "Alemania" y díganme si el texto, con sus alusiones a la "podredumbre" y a las "sucias manos", con su demonización global de toda una comunidad, no podría haber salido de la pluma de un secuaz de Goebbels.
Por otra parte, aquellos que -de buena o mala fe- acusan al consejero Huguet de invocar el antisemitismo en vano, deberían tener más memoria, o manejar una sola vara de medir. Porque hace apenas un lustro, en plena cruzada del Gobierno de Aznar contra el nacionalismo vasco, fue nada menos que don Manuel Fraga Iribarne quien emparentó el clima político en el País Vasco con "una situación de genocidio" (EL PAÍS, 3/11/2000); y nadie se rasgó las vestiduras. Pocos meses después, el 21 de abril de 2001, cientos de manifestantes convocados por el Foro de Ermua y otros grupos afines, con el apoyo del PP y del PSOE, desfilaron por Vitoria portando sobre sus ropas estrellas amarillas de seis puntas para denunciar el "exterminio" de los "constitucionalistas" en Euskadi..., y ninguna embajada protestó por el burdo, indecente manoseo electoral de un símbolo que marcó a seis millones de personas para una muerte industrializada. Pero es que no hace falta mirar tan atrás: apenas la semana pasada, en el diario El Mundo, un artículo firmado por el catedrático Jorge de Esteban hacía el paralelismo entre "lo que está ocurriendo más o menos en Cataluña desde hace unos años" y "un régimen totalitario semejante al III Reich con su persecución de los judíos"; sin embargo, tampoco oí ninguna queja diplomática, comunitaria o de otro tipo. ¿Qué pasa, que sólo son banalizadoras y sacrílegas las comparaciones cuando van en una dirección?
De haber participado en el coloquio de Girona aludido al principio de este artículo, mi opinión habría sido que sí se puede hacer arte sobre la Shoá, como lo prueban los libros de Imre Kertész, de Aharon Appelfeld o de Primo Levi, las pinturas de Felix Nussbaum y un largo etcétera. Análogamente, reivindico para los demócratas europeos el derecho e incluso el deber de evocar cuando se tercie las páginas antisemitas de la historia del continente. No, desde luego, como arma arrojadiza en nuestras peleas internas, pero sí como advertencia suprema de hasta dónde pueden conducir determinadas campañas y ciertas caricaturas colectivas. Después de todo, cuando el 1 de abril de 1933 los nazis pusieron en marcha su boicoteo -"Quienquiera que compre a los judíos es un traidor"-, muchos alemanes de cualquier credo pensaron hallarse ante una tormenta pasajera.
Joan B. Culla és historiador.